(*) Éste es un relato de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Érase una vez un club de fútbol muy poderoso y muy representativo de su pequeño país. Por circunstancias que ahora no vienen al caso, llevaba muchos años sin ganar títulos importantes. De hecho, el más deseado no lo había podido ganar nunca.
Los máximos responsables del club decidieron fichar a un gran jugador. Era el mejor jugando, pero sobretodo transmitía una fe en la victoria, que contagiaba a sus compañeros. Cuando llegó, un poco tarde, por circunstancias que tampoco vienen al caso, el equipo era de los peor clasificados. Pero entre lo bien que jugaba y la fuerza que generaba a todo el mundo (jugadores, aficionados, directivos) pronto empezó a ganar partidos y remontar posiciones hasta acabar liderando el campeonato.
Paralelamente, el crac fue consolidando la familia con la llegada de un hijo.
Nuestro personaje era un fenómeno social mundial. En su tiempo introdujo enormes innovaciones en su entorno. Entre otras, abrió la vía de la publicidad entre los deportistas de élite del país; lo que hoy no puede ser más habitual fue una inmensa novedad en aquel momento. Por cierto, que lo hizo con una condición que hoy sería muy sorprendente: cedió la mitad de los ingresos a sus compañeros de plantilla. Descubrió que el carisma es importante, pero se puede acompañar de gestos que ayudan a cohesionar equipos, y que compartir es uno de ellos.
En algún momento, la estrella del crac declinó y se fue a seducir a otro país.
Bastantes años más tarde, el club había vuelto a perder la moral de victoria y los responsables del club decidieron volver a contratar al crac, esta vez como entrenador. Tuvo la gran oportunidad de proyectar a nivel mundial su mirada sobre su deporte. Innovó donde parecía todo inventado. Además, volvió a imprimir al club y, seguramente sin proponérselo, al conjunto del país su espíritu ganador.
Se volvió a repetir la historia y volvieron los triunfos. Poco a poco se fue consolidando un equipo con excelentes jugadores. El público se lo pasaba bien y los resultados fueron excelentes. Por fin, su equipo adquirió la supremacía del fútbol europeo. Incluso el hijo del crac, que había empezado a jugar en la escuela del club, llegó al primer equipo en un tiempo récord. Todo parecía ser maravilloso.
Poco a poco, el crac tuvo la tendencia a alinear a su hijo en lugar de alguno de los mejores jugadores, y éstos se lamentaban en privado de la arbitrariedad de las decisiones y del favoritismo del entrenador hacia su hijo. Todo ello comportó una pérdida importante de motivación, ganas de cambiar de equipo y, en algún caso se consumó tal cambio. Para acabar de complicar el panorama, una hija del crac se casó con el portero del equipo filial y le hizo abuelo. El primer equipo tenía cubiertas las dos plazas de portero, pero el crac decidió que era necesario un tercero, i así evitó riesgo que su hija y su nieto tuvieran que trasladarse a otra ciudad.
El resultado final fue una pérdida de calidad, motivación y resultados que terminaron con la salida del crac del club. Y es que hasta los cracs pierden la objetividad cuando los sentimientos familiares se entremezclan con los profesionales.
Empresa y familia (vida real)
Más o menos, es la misma historia pero con final diferente. En la empresa familiar los cracs y sus hijos se quedan todos en el negocio y, a cada generación, van repitiendo el modelo, hasta que se agota y se le echa la culpa a la última generación, la que se ve en la obligación de venderlo, en el escenario más optimista, o cerrarlo, con algunos efectos colaterales nefastos en las relaciones y el patrimonio familiares.
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